Los libros como símbolos de refinamiento

     Seguramente alguna vez fueron a una casa ajena y habrán visto una gran biblioteca adornando la sala principal. A lo largo de la historia, vimos que estos pequeños (a veces no tanto) objetos de papel no solo fueron adquiridos para enriquecimiento personal sino como decoración, más especialmente, como ostentación de cultura y refinamiento.

     Desde el nacimiento de la escritura —allá por el cuarto milenio antes de cristo en Egipto, China y Mesopotamia—, la lectura tuvo una suprema importancia. Las tablillas de arcilla en las que se inscribían las marcas y signos se consideraban objetos únicos, valiosísimos y, en ocasiones, sagrados o mágicos. El hecho de que la habilidad de descifrar dichos signos la poseyeran unos pocos ayudó en gran medida a ello. Es que en la antigua Mesopotamia solo un pequeño grupo de privilegiados escribas tenía el conocimiento necesario para descifrar las tablillas cuneiformes. El acceso a ese conocimiento era protegido celosamente por los propios escribas, puesto que les otorgaba un amplio prestigio en la comunidad. Esta es la primera vez en la historia que se asoció la lectura a un estatus y un poder simbólicos.

Los bibliófilos, por Tito Lessi

      A lo largo de los años, esa importancia simbólica de la lectura se conservó y aún hoy en día muchos lectores siguen acercándose a los textos escritos en busca de refugio espiritual. Además, durante muchos siglos, los libros y la lectura fueron una prueba de estatus cultural y social que tenía su expresión más elevada en el amor incurable y desmesurado por los libros.

    A partir del siglo II a.C., en Roma se ve nuevamente el prestigio cultural que proveen los libros, al ser convertidos en artículos de lujo que solo los más adinerados podían costearse. Tal es así que Séneca, en el siglo I d.C., criticaba la actitud de las personas que “sin educación escolar usan los libros no como herramientas de estudio sino como decoraciones para el comedor” (las bibliotecas, atestadas hasta el techo, se habían convertido en “un ornamento esencial de una casa rica”). También fue muy crítico de las lecturas públicas ‒recitatio‒ que se pusieron muy de moda en la época, al considerarlas pura ostentación cultural para la promoción política y el lucimiento social de los ciudadanos ricos. No fue el único que censuró esta costumbre. Algunos de los más importantes escritores satíricos, como Horacio, Petronio, Juvenal o Marcial, también lo hicieron. 

Los bibliófilos, por Luis Jimenez y Aranda

     Esta ostentación continuó durante la Edad Media. La máxima referencia en esta época es el monje benedictino y obispo de Durham Richard de Bury, considerado uno de los primeros coleccionistas de libros de la historia.

     Con el desarrollo del comercio del Renacimiento, el estatus económico deja de identificarse con la nobleza de la sangre y los libros no son ya tanto un signo de distinción social como del dinero que se posee. Luego, con la creación de la imprenta de la mano de Gutenberg, el acceso al libro no es tan inalcanzable y la práctica de la lectura se hace más habitual. Los libros no son ya ese elemento misterioso al que tienen acceso unos pocos privilegiados sino una forma de conocer el mundo y de conocerse a sí mismo. La vinculación espiritual, por tanto, se mantiene, aunque en otro sentido. Así, los cuadros sobre libros y los retratos de personas leyendo empiezan a proliferarse. Un ejemplo es el retrato que Agnolo Bronzino hace de Dante, sosteniendo una enorme edición abierta del Paradiso.

     En el siglo XVIII en adelante, la lectura inició un creciente proceso de expansión a la población, por lo que pierde su condición elitista. En esos tiempos comienza una ola de obsesión por los libros: la bibliomanía, considerada una enfermedad en el siglo XIX. De esta manera, aparece la figura del coleccionista dispuesto a invertir toda su vida y su fortuna en construir la biblioteca personal más espectacular. Los libros son, desde ese momento, una forma de elitismo económico más que cultural.

     A medida que el acceso a los libros y la lectura fue creciendo, fueron buscando nuevas formas de distinguirse. Por ejemplo, diferenciando una buena lectura de una mala. Esa es la opinión, ya en el siglo XX, de Virginia Woolf, que en El lector común describe al lector medio como alguien “apresurado, inexacto y superficial”, peor educado que el crítico y con una serie de deficiencias “demasiado obvias para ser señaladas”. Esta idea, curiosamente, ha llegado hasta nuestros días. Muchos críticos literarios distinguen entre la alta literatura y la de masas, adjudicándole un valor cultural desigual a cada una de ellas. De esta manera, el sentimiento elitista de superioridad cultural consigue mantenerse intacto a pesar de que la lectura se haya convertido en una actividad habitual en casi todo el mundo.

     En la actualidad, la creación de los libros digitales trajo un gran debate entre lectores e intelectuales. Muchos ven en estos el inicio de la muerte del libro, en cambio, otros observan un incremento de la práctica de la lectura gracias al mayor acceso a los textos que muchos lograron con la digitalización. Hoy se puede leer desde una Tablet, smartphone o e-book sin inconvenientes, incluso con algunos beneficios, como la ligereza a la hora de transportar lo que se desea leer y la economización. El clásico enfrentamiento entre los libros impresos y los electrónicos esconde detrás mucha más simbología de lo que parece.

     Siguiendo la distinción que realizaba Woolf, suele creerse que la lectura a través de un medio digital es más superficial y rápida que en formato papel. Por lo tanto, con la llegada de la tecnología digital vemos que los libros en papel recuperaron en cierta medida su estatus de distinción y refinamiento cultural. Por una parte, los libros impresos conectan con una tradición que tiene milenios y por otra, permiten hacer una ostentación de la lectura que con los soportes digitales no es posible. Por ejemplo, no es lo mismo ver en el parque a un adolescente leyendo un libro impreso que verlo leyendo en un dispositivo móvil.

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