Relatos de Náufragos urbanos

Pavor

    —¿Cómo tengo que explicarlo para que me entiendan?

    Me desperté en un lugar desconocido. Estaba en una habitación pequeña, oscura, con paredes anaranjadas y una anticuada y deprimente guarda estampada atravesándola a la mitad. No recordaba nada y, claro está, no reconocía el lugar. Cómo podía ser que ningún recuerdo de las horas pasadas viniera a mi mente, no lo sé. Bueno, sí recordaba algo: cuando salía de la ducha envuelto en vapor y secándome el cabello con una toalla. Luego de eso, nada, oscuridad absoluta.

    De pronto una peregrinación de agujas me atacó desde la espalda hasta los pies. Mis manos palparon con avidez mi cuerpo en busca de una herida o prueba de que alguno de mis órganos hubiera sido robado. Aliviado, constaté que estaba entero, sin embargo, enseguida otro pensamiento me asaltó: ¿y si me habían secuestrado para venderme a algún rico extranjero, quien me esclavizaría con fines sexuales hasta envejecer? Me reí de mí mismo ante semejantes pensamientos descabellados, aunque… ¿eran en verdad descabellados? Uno siempre piensa que esas cosas solo les suceden a los demás…

    Salté de la cama, de repente llenos mis miembros de vigor, y me acerqué con sigilo a la puerta. Con lentitud, fui aproximando mi oreja hasta apoyarla sobre el pedazo de madera vieja y agucé mis sentidos. Nada. Permanecí en esa posición unos instantes sin animarme a realizar ningún movimiento hasta que por fin una de mis manos, temblorosa y ahogada en sudor, fue acercándose, poco a poco, milímetro a milímetro, al pomo de la puerta. La abrí muy pero muy despacio. No puedo precisar si se debió al pánico que atenazaba mis músculos o porque de verdad pesaba como un bloque de cemento macizo, pero me costó horrores moverla tan solo unos centímetros para espiar al exterior.

    De repente, un fustigante olor a lejía embargó mis fosas nasales. Con un mal presentimiento, dirigí una lenta mirada hacia un costado. Al observar el angosto pasillo que, imbuido en una semioscuridad, me presentaba lo que parecía ser un cuerpo recostado en una camilla y tapado por una sábana, una fuerte garra estrujó mi estómago. Con la respiración entrecortada, abrí un poco más el resquicio y salí del cuarto para aproximarme. A pesar de que calzaba zapatillas y que apenas rozaba el suelo, para mí el sonido de mis delatores pasos resonaba contra las paredes. Maldiciendo por dentro, me detuve a un lado del supuesto cuerpo.

    Sin entender por qué de golpe el aire pesaba como el plomo, deslicé centímetro a centímetro la sábana hacia abajo y esta descubrió el rostro, cerúleo, de Mocho, mi compañero de trabajo. Su imagen me hizo recordar algo: habíamos salido con los muchachos de la oficina a festejar; no podía recordar qué. Sí recordé que habíamos consumido mucho alcohol, demasiado, y tal vez otras sustancias también…

    Sacudí casi con violencia el brazo de Mocho. Nada. Imaginándome lo peor y con gruesas gotas deslizándose por mi nuca, lo zarandeé otra vez, mientras decía entre dientes su nombre… Un leve quejido emergió de sus labios. Lo empujé hacia arriba y, envuelto en protestas, logró incorporarse.

    Como no tenía idea hacia dónde ir, me encaminé con Mocho apoyado en mi hombro hacia la puerta más cercana. Igual que antes, apoyé la oreja contra la madera para intentar oír. Ningún sonido provenía del otro lado. Antes de que pudiera siquiera intentar abrir la puerta, oí un ruido detrás de nosotros. Más que un ruido, había sido un gruñido, como de animal. Un gélido escalofrío me recorrió entero. Ya sin pensar, comencé a correr lo más rápido que me permitía Mocho, anclado aún a mi cuerpo.

    ¡¿Cómo hubiera podido adivinarlo?! Yo solo corrí por pavor, por desesperación, por autopreservación… Era tanto el horror que circulaba por mis venas que no podía pensar con claridad.

    Cuando estaba por llegar a la puerta que se encontraba al fondo del pasillo, patiné a causa de algún líquido viscoso, esparcido en esa zona del suelo. Imaginándome embadurnado en la sangre de alguna víctima, intentaba sin éxito ponerme en pie sujetando a Mocho… hasta que una zarpa aferró mi hombro. Eso fue como un interruptor que desactivó mi cerebro, impidiéndole razonar. ¿A ustedes no les hubiera pasado lo mismo?… Tomé el primer objeto que encontré a mano y lo arrojé hacia atrás sin siquiera mirar.

    Una vez leí en algún lado que las hembras del reino animal logran duplicar su fuerza muscular para salvar a sus crías de un peligro. Algo similar creo que me sucedió a mí ese día… no sé cómo de pronto me encontraba de pie, sosteniendo a mi compañero semidesmayado y corriendo lejos de allí. Pronto estuvimos fuera de ese lúgubre lugar. Lo demás ya lo saben…

 

    —¿De modo que asegura que jamás vio que a quien le partió el cráneo fue a otro de sus compañeros de trabajo, dueño de la vivienda…?

Edad: Desde 14 años.

Más vueltas de tuerca

    Otro día en esta escuela. Días atrás, cuando pisé por primera vez estos suelos empolvecidos por el paso de tantos pies, me sentía contenta. Enseguida me puse a charlar con compañeros de clase, quienes me acogieron muy bien y no tardaron en integrarme al grupo. Por eso, cuando comenzaron con esas historias, yo me reía. En realidad no les creía. Pensaba que eran los típicos relatos de fantasmas o de terror que cuentan los chicos a los nuevos para asustarlos y tomarles el pelo con inocencia. Sin embargo, pronto descubrí que, detrás del aparente desenfado de sus tonos de voz, había algo más… algo de temor. Este era apenas perceptible… por eso creo que no lo noté el primer día, no obstante, ahí estaba.

    Esa sensación, o mejor dicho, esa percepción débil, pero patente, comenzó a aflorar en mí al advertir comportamientos extraños en los demás estudiantes, como esas chicas que murmuraban en un rincón del baño. Mientras una de ellas hablaba, la otra ofrecía unos ojos tan abiertos y abombados que parecían dos bolas de billar. No logré escuchar bien lo que decían, solo pude rescatar las palabras “inodoro” y “movimiento”. ¿Se le movió el inodoro al ir a orinar? Supongo que esa hipótesis es demasiado descabellada. Sí estoy segura de que algo raro sucede en esta escuela. Hasta los maestros actúan de forma extraña.

    No termina de cruzar ese pensamiento por mi mente cuando lo siento. Fue como una especie de gruñido proveniente de las paredes, acompañado de un leve temblor de los cimientos. Yo estoy en el medio del pasillo, aún no llegué a mi aula ni vi a ninguno de mis amigos. ¡¿Qué-ra-yos-fue-eso?! Paralizada, sin atreverme a mover un solo músculo y casi sin respirar, espero. No sé qué; tal vez que se vuelva a producir ese escalofriante sonido. Poco a poco, voy recuperando el valor. Miro para un lado y para otro. Todo el mundo aparenta tranquilidad, aunque se lanzan furtivas miradas con una oculta complicidad, que demuestra que a ellos también se les heló la sangre. Todo está igual que antes, a excepción del estremecimiento que sé nos recorre a todos por dentro. Entonces decido seguir mi camino hacia el aula. No puedo esperar a encontrarme con mis amigos; quiero verles las caras, sus expresiones… Y, ante todo, ¡quiero una explicación!

    Ya estoy enfrente de la puerta del curso, que se encuentra entornada. Levanto el brazo para empujarla y terminar de abrirla, pero algo me detiene. Las piernas, en apariencia cansadas de sostener mi peso, pierden su fuerza. ¿Qué fue eso? Algo me dice que no hay nadie dentro, pero yo oigo un sonido, como un leve rasgueo… ¿O es solo mi mente paranoica? El corazón sacude mi pecho con fiereza y estoy a punto de salir corriendo fuera de aquí. Quiero irme lejos… lejos de estos ruidos, apagones, murmullos y falsas apariencias. En cambio, me digo a mí misma que no puedo ser cobarde y que debo enfrentar con valentía los problemas que la vida me presenta. Seguro que mi cerebro me está jugando una mala pasada por todo lo que me estuvieron contando. ¡Ya me las van a pagar estos pibes! ¡Qué se creen! Sonrío y muevo la puerta hacia dentro.

    Nada. ¡No hay nadie! Estoy sola. Doy unos pasos hacia el interior del aula, pasmada, cuando todo se vuelve negro. Un cosquilleo recorre de punta a punta mi espina dorsal y se eriza el cabello de mi nuca. ¡Este lugar terminará por volverme loca! Mi respiración es entrecortada, como si acabara de correr una maratón… Con el cerebro sumergido dentro de una pileta de pavor, intento rescatar alguna idea, algo… ¡no sé qué hacer!

    Tras unos instantes, de a poco voy recobrando la capacidad de ver con claridad. Parpadeo desconcertada. Por un segundo no sé dónde estoy, hasta que poco a poco reconstruyo en mi mente los sucesos recientes. ¡Tengo que salir de aquí! No llego a girar del todo mi cuerpo cuando escucho el terrible portazo que se produce apenas a dos metros de donde estoy. Grito del sobresalto y de terror. ¡Ya no me importa nada, me voy! ¡Me voy de esta escuela espeluznante! Corro con desesperación, agarro el pomo de la puerta y tiro hacia abajo. Con estupor y pánico, miro el maldito objeto que se ha separado del pedazo de madera, que se suponía debía abrir, para quedarse mirándome con burla desde mi mano. ¡No puede ser! ¡Tengo que salir! Grito pidiendo socorro. Grito, a pesar de tener la certeza de que ya no tengo escapatoria… una vez dentro, ya nadie sale.

 Edad: Desde 12 años

Vindicta

    Corría por el frondoso bosque, agitada la respiración y húmedo el rostro de sudor. El aroma de los eucaliptos y las hojas secas quejándose bajo sus pies, lo trasportaron a sus juegos infantiles durante las vacaciones de verano en familia: escondidas, persecuciones, búsqueda del tesoro, caminos de tierra y bicicleteadas entre los árboles. Con nostalgia, se obligó a encerrar esos recuerdos detrás de una gran puerta en su mente y procuró concentrarse en el trazado del lugar que se había armado en la cabeza, tras la exhaustiva explicación de su amada. No tardó en llegar a la hilera de álamos que conducía hasta la casa. Envuelto por las doradas copas de los largos y filosos árboles que se balanceaban al compás de la suave brisa, alcanzó al fin el gran parque que cercaba la casona. Esta era toda blanca, con las puertas y los contornos de las ventanas azul marino, lo que le otorgaba un aire helénico.

    Dio un rodeo para evitar a los perros, que llamarían la atención con su fiesta al verlo, y fue acercándose con sigilo. Después se internó dentro de la casa por la puerta trasera, que no estaría cerrada con llave (y no lo estaba). Con las palabras de Magdalena repicando en su cabeza, fue directo a la gran sala donde sabía que él estaría acomodado en su sillón de terciopelo verde, de cara a la ventana, leyendo alguna novela. Él siempre destacaba lo mucho que le gustaba leer al regresar a su hogar. Se aproximó con cautela mientras, lento, muy lento, extraía el puñal que escondía bajo sus ropas. Le parecía mentira que el chiquillo que en el pasado correteaba entre los árboles para jugar, ahora hiciera lo mismo para matar a una persona. Vaciló por unos instantes con la futura mano ejecutora temblando, pero enseguida recordó el motivo de su presencia allí. Frío el corazón de repente, avanzó.

 

    A punto de terminar su jornada laboral, Oliveira recibió la noticia de que un hombre había aparecido muerto en una de las grandes casonas de las afueras de la localidad. Se alegró de que se lo asignaran a él, puesto que era un joven detective con muy pocos casos en su haber y estaba ansioso por progresar en su profesión.

    Cuando arribó al lugar, varios perros enormes se agitaron entre cadenas y gruñidos. El agente que había llegado primero lo condujo hasta donde Hugo Zarcator, el dueño de la casa, colgaba de una rama de los tantos árboles que poblaban el parque, rodeado su cuello por una gruesa soga. Oliveira —algo desilusionado, debía admitir— lo observó con detenimiento desde todos los ángulos, trazando un círculo alrededor del cuerpo. Luego de ordenar que tomaran muchas fotografías, se encaminó hacia la vivienda para hablar con la alterada esposa. Ella, hermosa y bastante más joven que su marido, aseguró que en el último tiempo Zarcator había estado con mucho estrés por el trabajo y a veces algo decaído, pero que nunca se hubiera imaginado que haría algo así.

    Oliveira se retiró de la mansión con muchas dudas aleteando en su cabeza. Ya en la comisaría, fue muy minucioso al examinar las fotografías e investigar por internet sobre la vida de este hombre, al parecer, muy rico.

    Al día siguiente, inició muy temprano con la investigación. A pesar de que muchos hubieran tomado el camino fácil y cerrado el caso, rotulándolo como suicidio, a él su instinto le decía que debía investigar un poco más. El primer lugar que visitó fue la empresa del recién fallecido. Interrogó a gran cantidad de empleados, quienes coincidían en que estaban conformes con su empleo. Ninguno demostraba haber tenido inconvenientes con Zarcator.

    Ahora, mirando hacia atrás, considera que todo se dio por azar o por obra del destino. Todavía se sorprende de la concatenación de eventos que la vida en ocasiones presenta y que terminan llevando a situaciones a veces imprevistas; otras, solo sospechadas por los más avezados.

    Algo en su interior le decía que había sido un crimen, sin embargo, no podía probarlo. De hecho, ni siquiera sabía quién lo había llevado a cabo, aunque sí tenía a una persona en la mira. Tras una intrincada lucha burocrática, Oliveira obtuvo la orden judicial gracias a la amistad de uno de los policías con el juez, quien estaba en deuda con el uniformado. Eso le permitió continuar estudiando los negocios que a lo largo de los años fue efectuando la compañía. Se trataba de una de las firmas de arquitectura más importantes del país, que —sin sorprender a nadie— conseguía encargarse de la mayoría de los planes arquitectónicos del gobierno. El supuesto suicida la había heredado de su padre, quien, a pesar de poseer dos hijos, al parecer optó por otorgarle la administración de los negocios a este (más tarde, Oliveira se enteraría de que Hugo Zarcator le había pagado una cuantiosa suma a su hermano para que se desentendiera de la compañía y viviera sin preocupaciones por el resto de sus días). Ni lerdo ni perezoso, en pocos años el empresario había acrecentado su fortuna sobremanera, a partir de algunos negocios turbios, otros arriesgados que dieron buenos frutos y de convenios muy beneficiosos con otras grandes empresas.

    Esto llevó a Oliveira a comenzar a tirar casi con distracción de un hilo que lo condujo a la verdad. Indagando, observó que ninguno de los planos que presentaban tenía la firma del arquitecto que lo había ideado. Escarbó un poco más en la cuestión y descubrió que una de las reglamentaciones que imponía la empresa a sus empleados era ceder sus proyectos. Es decir, ninguno de los arquitectos que con ahínco creaban y trabajaban largo tiempo en un plano nunca podría reclamar los derechos sobre su propia labor.

    La compañía ahora era dirigida por el vicepresidente, Carlos Gires, puesto que el hermano del fallecido no tenía ninguna intención de sacudir su tranquilo existir abordando un barco a la deriva. En cambio, este —aunque con un profundo dolor en el alma, según él mismo aseguraba— con gran celeridad tomó las riendas y, con la aprobación final de Magdalena Zarcator, la esposa del fallecido, manejaba y tomaba todas las decisiones. Oliveira no podía definir qué, pero estaba seguro de que Gires ocultaba algo.

    Continuó tirando del hilo y atando cabos. Al fin, revisando el registro de los empleados de los últimos años, el detective creía haber extraído el hilo completo. No le llevó mucho tiempo averiguar las razones de la desvinculación de esa persona. En las empresas, como en los pequeños pueblos, tarde o temprano todos se enteran de todo. Se fue presto hacia su domicilio; como esperaba, nada encontró allí. Era evidente que había abandonado el lugar de manera abrupta, lo que le indicaba que su hermano debería estar implicado y le había advertido de la investigación.

    Primero fueron las miradas clandestinas, luego un comentario al pasar de uno de los arquitectos; a continuación, el descubrimiento de que los perros del fallecido lo conocían. El problema era que le sobraban certezas, pero le faltaban pruebas y, para peor, en ocasiones la Justicia se mueve como una carreta sobre el fango. No lograba obtener una orden para registrar la vivienda de sus sospechosos: Carlos y Horacio Gires, este último exempleado de la empresa y hermano del vicepresidente.

    Pasaron unos días y Oliveira no avanzaba. Sus jefes lo presionaban para que cerrara el caso, alegando que solo había sido un suicidio; él continuaba asegurando que se trataba de un crimen. Decidido a no dejarse ganar por los criminales y los facilistas, siguió investigando acá y allá, hablando con uno y con otro y observando de lejos a los que consideraba responsables para intentar engancharlos en algo. Nada.

    Una tarde, decidió acechar el paseo diario de Magdalena Zarcator con sus perros por el bosque. Así fue que descubrió el refugio, escondido entre árboles y cantar de pájaros. Refugio que ahora ocultaba a Horacio Gires de la Policía. Refugio donde los amantes desplegaban su amor. Refugio que pronto se transformaría en la eterna morada de la muerte.

    Sorprendidos y acorralados, Magdalena y Horacio no tardaron en confesar bajo la sombra de los robles. Su amor había brotado por casualidad hacía más de un año. Ella profesaba un odio acérrimo por Hugo Zarcator, puesto que, abusando de su poder y la pobreza y desesperación de su familia, la había comprado como a un objeto, bajo la amenaza de condenar a todos los suyos a una perpetua miseria. Por su parte, Gires rumiaba contra su jefe desde hacía años por no reconocer el trabajo de sus empleados y por las corruptas atrocidades que llevaba adelante día a día, arrasando con todo a su paso para lograr su objetivo: obtener más y más poder y dinero. Pero lo que desencadenó su deseo de venganza fue que, con impunidad y descaro, Zarcator había firmado con su nombre un proyecto realizado por él cuando aún trabajaba allí. Tras una feroz discusión, Horacio renunció, aunque su hermano decidió quedarse a cargo de la vicepresidencia para asestar desde adentro el certero golpe en el momento adecuado. Así, cual modernos Brutus, lo destronaron sin reparos, luego de muchos años de trabajar bajo su sombra.

 

    Al compás de la danza de áureas ramas, Oliveira escuchó todo con atención y se felicitó por su sagacidad durante la investigación del crimen, sin percatarse aún de que la mano ejecutora se alzaba una vez más.

 Edad: Desde 16 años.

Oveja negra

“El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”.

Friedrich Wilhelm Nietzsche

 

    Cuando lo notó, Emma se encontraba mirando hacia la amplia terraza que daba al jardín, en ese momento embebido en el fresco rocío de la noche. No había sentido nada: ni que se le cayera ni que alguien se lo hubiera sacado. ¿Cómo puede ser? Miró el suelo y giró en redondo para abarcar todo el espacio que la rodeaba. Nada. Siguió escudriñando el lugar, pero ahora ampliando el rango de visión y sin circunscribirse solo al piso. Observó con detenimiento y desconfianza a los demás presentes en esa aburrida fiesta de disfraces, con el fin de detectar algún comportamiento extraño que delatara la culpabilidad del ladrón… si es que había sido un robo. Sin embargo, las máscaras que todos llevaban puestas le impedían darse cuenta de algo… no lograba detectar las verdaderas expresiones.

    Desconcertada, comenzó a percibir las luces del salón más fuertes, como si ahora iluminaran mucho más que antes y bañaran todo a su alrededor con mayor claridad. Decidió salir del salón, que de pronto se le presentaba muy asfixiante. Afuera, un fuerte y agradable aroma a tierra mojada colmaba el aire. Recorrió con la mirada la amplia terraza. Allí tampoco estaba su perdido guante.

    La humedad de la noche y la fría brisa le calaban los huesos, sin embargo, se encaminó, resuelta, hacia el parque. Un instinto la impulsaba a ello, a pesar de que no creía que podría encontrar su guante entre el pasto o las flores, en especial, porque esa noche no había salido al jardín hasta ese momento. Con la luz de la luna iluminando su cuerpo, que le daba un aspecto marmóreo a su piel, recorrió los angostos senderos que surcaban la hierba. Estos la transportaron a antiguas épocas de vestidos largos, abanicos y furtivas miradas. De improviso, un sonido a su izquierda llamó su atención y la hizo girar aprisa. Con el corazón aguijoneando su pecho, caminó con sigilo a través del pastizal que la separaba del origen del ruido. Ya más cerca, pudo observar que se trataba de un peludo perro que, con sus fauces ocupadas con un objeto que no logró identificar, arañaba la tierra con presteza. Sin averiguar si era agresivo o no, ni qué estaba haciendo, Emma corrió atemorizada hacia la gran casa que ahora le parecía muy lejana. No entendía a qué le temía, nunca había tenido miedo a los perros; de hecho, no era una persona temerosa en absoluto. Pero algo la hizo correr con ansias lejos de ese animal.

    Al fin llegó al salón donde se desarrollaba la fiesta. Aunque un momento atrás anhelaba llegar allí, ahora miraba todo a su alrededor y le parecía acartonado, artificial y… ¿cuáles serían las palabras más adecuadas para describirlo? ¿Fraudulento, quizá? Nadie era quien demostraba ser. Todos reían, pero ¿había alguien en verdad feliz dentro de esa gran pantomima? En esa fiesta en la que todos llevaban disfraz, ella solo deseaba quitárselo, gritar que todo eso era una hipocresía y salir de allí para nunca volver. Sin embargo, era menester antes encontrar su guante. No podía irse incompleta… necesitaba su guante.

    Atenta la mirada, paseó por entre los presentes, escuchando palabras y frases aisladas que denotaban la superficialidad de las conversaciones. De pronto, no aguantó más, se quitó la máscara y se acercó al escenario donde estaban los músicos. Con osadía, tomó el micrófono, interrumpiendo con descaro la canción, y vociferó:

    —¡Me han quitado mi guante! ¡Necesito recuperarlo! Alguno de los asistentes a esta fiesta… —No pudo terminar la frase porque una mano helada la arrastró lejos del escenario, provocando que el micrófono cayera al suelo y un sonido estridente ensordeciera a los presentes. El frío que emanaba de esa extremidad que atenazaba su brazo era tan penetrante que se las había ingeniado para trasladarse a cada rincón de su cuerpo, como si este hubiera sido tapizado con una glacial capa de hielo. La mano pertenecía a la dueña de la gran mansión en la que se estaba desarrollando la fiesta. Se trataba de una esmirriada mujer, de huesos largos, lívida, ojos hundidos y facciones afiladas. Una fina línea, tan apretada que formaba delgadas arrugas a su alrededor, conformaba su boca. Todo su ser connotaba un aspecto tan cadavérico como estremecedor. Emma intentó zafarse de la garra que la sujetaba, pero ese enjuto cuerpo era mucho más vigoroso de lo que aparentaba. A duras penas abrió la reseca boca, pero ni una sílaba salió de ella, solo un ronco sonido, casi gutural. ¿Qué la amedrentaba? Sin comprender con exactitud lo que sucedía, se dejó arrastrar por los pasillos hasta una sala mal iluminada y amueblada al estilo barroco.

    La dueña le indicó con su mano libre que se sentara en un amplio sillón, mientras la empujaba, tajante, con la otra. De súbito, el perro que había visto en el jardín ingresó en la estancia y le lamió un pie a la famélica mujer. Ella, molesta porque le había ensuciado el zapato con tierra que tenía pegada al hocico, se alejó de él con semblante asqueado. Luego, se sentó frente a Emma.

    —No nos gustan los escándalos —se limitó a pronunciar. Con su aspecto casi fantasmal y el perro sentado a sus pies, como un pérfido acólito del mal, la mujer semejaba ser la reina del Hades que estaba a punto de condenarla a infinitos años de tormentos.

    —A mí tampoco, pero…

    —Estoy segura de que esto podremos arreglarlo por las buenas y mantener la tranquilidad de la fiesta… — Emma clavó sus ojos en ella. ¿Qué le estaba queriendo decir?—. Puedo ofrecerte unos bellos y costosos guantes del terciopelo más fino. —Emma pestañó. ¿Por arte de magia se había trasladado a otra dimensión? ¡Todo eso era increíble!

     —La caja —pronunció tocando la cabeza del animal a sus pies, que se levantó con presteza y volvió casi al instante. La diosa del inframundo sacó del interior del recipiente un par de preciosos guantes. Emma los miró un largo rato, fascinada por su belleza.

    —Es que estos no son mis auténticos guantes… Yo quiero los míos —expresó la joven. El mohín maquiavélico con aspiraciones a sonrisa que se había asomado al rostro de la anfitriona se borró al instante.

     —¡Pero qué ingrata sos! ¿No ves que estos son mucho mejores que los viejos trapos a los que vos llamás “auténticos”? ¡Estoy haciéndote un favor al ofrecértelos! —Las últimas palabras de la mujer-cadáver la encolerizaron. ¡No pensaba dejarse pasar por arriba por un conjunto de huesos con aires de reina del mundo, del infierno o de lo que sea! Su antiguo guante era mucho más valioso que la maquillada y vacía tela que le presentaba en ese momento.

    —Se lo agradezco mucho, señora. Sin embargo, prefiero los verdaderos —respondió Emma con calma y poniéndose de pie—. No se preocupe, que no realizaré ningún escándalo. Deben de haberse caído en el baño. —Sonrió e inclinó apenas la cabeza como saludo. Se alejó resuelta, aunque sorprendida de su repentino coraje. Observar el hocico embarrado del perro le había recordado lo que estaba haciendo la primera vez que lo vio y eso le dio una idea. Decidió primero dar varios rodeos para disimular sus verdaderas intenciones y luego se dirigió a su destino: el pequeño claro que se encontraba entre los árboles del jardín. Cuando llegó allí, comenzó a cavar deprisa. Estaba segura de que lo que tenía el cuadrúpedo en su boca más temprano era su guante. Como la tierra en esa parte había sido removida poco antes, era fácil de manipular y no tardó demasiado en localizar lo que buscaba. Permaneció un rato contemplando el objeto de tela tan ansiado y casi pudo percibir el roce de la libertad sobre su piel. Miró para todos lados, volvió a colocar la tierra como estaba y se alejó con ambos guantes en su poder. Determinó que se iría de allí rodeando la casa para evitar atravesar el salón. Esto implicaba franquear la cocina, llena de empleados, lo cual conllevaría un riesgo; aun así, consideró no solo que valía la pena sino que sería mucho menor que el de ser interceptada por Perséfone. 

    Al contrario de lo que había imaginado, al llegar a la cocina, los mozos y cocineros, muy cordiales, le indicaron por dónde podía salir sin ser vista. Estaba por atravesar el umbral, cuando una álgida voz la detuvo. Se trataba de la mujer-cadáver, quien al parecer había estado al tanto de todos sus movimientos. En un primer instante, Emma quedó petrificada, pero pronto irguió la cabeza desafiante.

    —He encontrado mi guante. Ahora me voy.

    —Pequeña… es casi tierna tu actitud soñadora e idealista. —Hizo una breve pausa y continuó: —¿Todavía no entendiste cómo son las reglas del juego? ¿Creés que cualquiera puede hacer lo que quiera y cuando quiera? Existen normas que cumplir… —Emma abrió la boca para replicar, pero la mujer levantó la mano para callarla con una autoridad tal que la joven no emitió ninguna palabra—. Es una pena, pero tu impertinencia será castigada, como corresponde. Una vez que aprendas a comportarte y obedecer, serás liberada.

    Emma, desde luego, no iba a dejarse someter así como así. Dio media vuelta para escapar y vio a dos hombres monumentales, vestidos por completo de negro, que le impedían el paso. Abrumada por el miedo y la impotencia, la joven intentó resistirse y luchó todo lo que pudo contra los fuertes y gruesos brazos que la habían levantado en vilo y la trasportaban a su cautiverio. Gritó pidiendo auxilio… Nadie parecía escucharla. Pocos minutos después, los hombres de negro la depositaron en la buhardilla de la gran casona. Ni bien se fueron, comenzó a azotar la puerta hasta perder las fuerzas. No podía creer lo que estaba sucediendo. Ahora qué haría. Debía escapar.

    Estuvo el resto de la noche y parte del siguiente día sondeando sin éxito el espacio en el que se encontraba recluida con la finalidad de encontrar alguna salida. No obstante, no tenía intenciones de rendirse. Procuraría conquistar la confianza y empatía de la mujer que le traía la comida y limpiaba. Estaba segura de que ella también le temía a la mujer-cadáver y por eso se doblegaba ante ella. Si conseguía ponerla de su lado, podrían convencer a otros de los empleados de la mansión y recuperar la libertad. Entre todos podían salir victoriosos.

    Estuvo más de una semana hablando, hablando y hablando con la mujer que todos los días aparecía en la buhardilla con su delantal blanco inmaculado y grandes bolsillos al frente. Le habló sobre el derecho a la libertad de todas las personas, el derecho a poseer su propio pensamiento e identidad y mucho más. La instruyó sobre muchas cosas que la mujer no conocía y así, poco a poco, fue ganando su confianza y estima. Nunca nadie había dedicado tanto tiempo para enseñarle cosas.

    Al fin, Emma obtuvo una pequeña recompensa: persuadió a la mujer del delantal inmaculado de hablar sobre todo lo que había estado explicándole con algunos de sus compañeros de trabajo, los más confiables. No fue hasta unos días después que esta regresó con noticias: había convencido a varios de sus compañeros para sublevarse contra la tiranía de la mujer-cadáver, muchos de los cuales tenían profusa influencia en otros para lograr su adhesión.

    Emma pronto tuvo el plan diseñado y se lo transmitió a su cómplice. A ella le pareció arriesgado, pero aceptó llevarlo a cabo.

    Al día siguiente, como todos los días, ambas salieron de la buhardilla para, en esta ocasión, simular que se dirigían al baño. Tras descender por la pequeña escalera, doblaron a la izquierda y siguieron andando, con la mirada puesta en todos lados a cada momento. Mientras avanzaba, los sonidos de la matutina rutina alcanzaban los oídos de Emma como envueltos en algodón y el aroma del pan tostado la llenaba de ilusión.

    Se detuvieron ante una gran puerta de roble tallada, enorme y en apariencia impenetrable. La mujer del delantal inmaculado extrajo una pesada llave de uno de los bolsillos frontales, la abrió y le indicó a Emma que ingresara para luego cerrar tras ellas.

    —¿Ahora por dónde? No sabés cuánto te agradezco que estés ayudándome y espero que entiendas la importancia que tiene el escaparnos de aquí.

    —Yo no le agradecería tanto… —Siseó una voz desde un recodo de la sala. A Emma se le heló la sangre. Conocía esa voz—. Debo admitir que admiro tu perseverancia, aunque en este caso no te sirva de nada.

    Emma miró a la mujer del delantal blanco inmaculado, quien sin poder sostenerle la mirada, perforaba el piso con los ojos y frotaba con nerviosismo sus manos. Con lágrimas intentando huir por sus mejillas, sentimientos encontrados batallaban en el interior de la muchacha: rabia por la traición, pena por la colosal equivocación que tan profundas consecuencias tenía para todos ellos.

    —Es que todo lo que tengo es por ella… —susurró la mujer.

    —Pero, ¿a qué precio?

    Mientras Emma era arrastrada otra vez hacia su cautiverio, atisbó sus guantes arrumbados en un rincón. Sonrió. Recomenzaría.

 Edad: Desde 16 años

 Stasis

    Un día como cualquier otro, abrió la puerta de su departamento al regresar del trabajo. No pudo determinar cuánto tiempo estuvo en el umbral, pasmado y permitiendo que un calor furibundo subiera más y más hasta prender fuego su rostro. Observaba los cajones abiertos con vestimenta colgando de sus lados; el vidrio del ventanal que daba al balcón, destrozado por un grueso cascote; infinidad de fragmentos de vidrios revistiendo el suelo y hendiendo colchones y almohadones; el lavabo del baño desgarrado de la pared y desmembrado el vanitory donde descansaba…

    Brutalidad por todos lados, eso era lo que advertía en cada rincón de su departamento. Sin asimilar todavía la idea de que un grupo de desconocidos se había paseado muy campante por su vivienda despedazando todo a su paso, agarró el teléfono y llamó a la Policía. Tras el momento de rabia inicial y luego de realizar la denuncia en la comisaría, ahora permanecía sentado en un costado, presenciando lo que sucedía a su alrededor como si fuera una grabación a cámara rápida y sin sentido para él. Los oficiales llevaban a cabo su trabajo, tomando huellas dactilares y fotografías de cada retazo del reducido espacio donde transcurría la intimidad de sus días. De pronto oyó una voz muy cerca de él. Sí, era uno de los policías que se estaba dirigiendo a él; quería saber algo sobre las personas que habían estado en su domicilio en los últimos días.

    —¿Cómo puedo saberlo? Mire a su alrededor —soltó cuando el estímulo auditivo logró ser decodificado por su cerebro. El agente le lanzó una mirada de enojo.

    —Me refiero a sus conocidos, señor.

    —Sí, sí, claro… disculpe… Estoy algo traumatizado aún. —Hizo una pausa y continuó: —Solo mi novia y un compañero de trabajo.

    Nadie más se acercó a interrumpir su sopor hasta que concluyeron su labor y se despidieron. Él se quedó solo, mirando el ventanal agujereado, cual portal que transportaba al mundo del mal y la violencia. ¿O ese era en el que estaba? Afuera ya comenzaba a resonar el cielo, quejumbroso y gris. 

    Con la horrible sensación de ser observado y la frase “se treparon por la medianera” resonando en su cabeza una y otra vez, el sueño se le escapó durante toda la noche. En las pocas ocasiones que logró sumergirse en la dimensión onírica, soñaba que alguien lo ahogaba con la almohada. Entonces se despertaba jadeando y deseando jamás volver a cerrar los ojos.

    Así transcurrieron varias semanas. Y a pesar de haber arreglado el vidrio roto y colocado una reja que encerraba todo su balcón, no terminaba de sentirse tranquilo y relajado como antes. Los intrusos no habían irrumpido solo en su departamento, sino que también en su mente… y para quedarse. Mientras caminaba por las calles de su barrio, miraba, receloso, a la gente que pasaba por su lado, preguntándose si sería uno de los delincuentes. La tensión lo estaba enloqueciendo.

    En poco tiempo, su humor se agrió de manera considerable. Ya no concurría todos los sábados al comedor en el que colaboraba no solo con alimentos sino repartiendo platos de comida. Ahora miraba a los demás con desconfianza y desagrado. Cada vez que alguien se le acercaba para pedirle dinero o algo para comer, él reaccionaba con agresividad. Pregonaba por todos lados que había que acabar con esa persecución que llevaban a cabo los que no querían trabajar; que ya no se podía permitir que los obligaran a vivir con miedo y que siguieran metiéndose en sus casas, robando lo que tanto les costaba ganarse con su trabajo. Incluso había comenzado a investigar en internet sobre grupos de gente que se congregaban para intentar acabar con lo que consideraban una nueva peste que había que erradicar de la Tierra. De esta manera, su ser se fue ensombreciendo día a día, reunión a reunión, y cada vez toleraba menos a las personas durmiendo en la calle, pidiendo en el transporte público o aglutinadas en alguna esquina fumando y consumiendo alcohol.

    Una noche, un amigo organizó su fiesta de cumpleaños a unas pocas cuadras de su departamento. Como deseaba relajarse tomando unas cervezas, decidió ir y volver andando. Mientras regresaba, ya entrada la madrugada, un hombre con ojos extraviados, pantalón agujereado y zapatillas gastadas, lo interceptó a mitad de camino. En el acto, él se puso en guardia y acercó su mano a uno de sus bolsillos. Desde el robo, había tomado la costumbre de llevar una navaja en el pantalón; de esa forma se sentía algo más seguro al caminar solo por esa tierra de nadie, como llamaba ahora a su ciudad. El muchacho balbuceaba algo ininteligible. Le pareció entender la frase “para comer”. Claro… para comer. Quizá ahora la juventud resquebrajada llamaba “comer” a drogarse en un tugurio oscuro y perdido en el abismo urbano. Él no iba a ser parte de eso. Ya estaba cansado de los eufemismos, las fisuras de la sociedad y la decadencia. La desesperanza lo embargó: no hay remedio, estos ya estaban perdidos y contaminarían a todos los demás, ¡hay que romper de una vez por todas este círculo vicioso! Le dijo que se alejara, pero no logró lo que deseaba. Por el contrario, el chico se mostró más apremiante y críptico que antes y sin dejar de balbucear cada vez más alto. Ante la extraña actitud del muchacho y su desvencijado aspecto, metió la mano en su bolsillo y extrajo la navaja. El otro, perseverante y lejos de amedrentarse, movió los brazos hacia los lados. De súbito, este tironeó de la manga de su campera…

    Todo fue tan rápido como brutal: cegado por el temor y el resentimiento, el dueño de la navaja levantó la pequeña arma blanca y se la hundió en el estómago. Miró atónito lo que acababa de hacer y se le cerró la garganta, impidiéndole respirar. Una mujer, corriendo y gritando despavorida, se acercó y se abalanzó sobre el cuerpo que, aliento tras aliento, iba dejando escapar su fugitiva vida. Bañada en lágrimas y sangre, la mujer clamaba por ayuda. Él permanecía como amurado al suelo y con la cabeza dándole vueltas y vueltas.

    Prestos, varios policías y curiosos se acercaron a la sombría escena.

    Una sirena aullaba a lo lejos, un penetrante olor a tabaco calaba hondo en sus fosas nasales y las náuseas revolvían su estómago. Mientras la navaja se resbalaba de su temblorosa mano, atisbó retazos de frases entrecortadas: “nos robaron”, “quiso pedir ayuda”, “mató a mi hermanito sordo”…

 Edad: Desde 15 años.

 

 

19 comentarios en “Relatos de Náufragos urbanos”

  1. Graciela di Tullio

    Estos relatos atrapan el interés del lector , provocando una sensación de vértigo que perdura aún después de los interrogantes que plantea el supuesto final.

  2. Me encantaron ambos cuentos. los temas son distintos y cada uno tiene su estilo. El primero te mantiene en suspenso hasta el final. Pero el segundo queda abierto a la imaginacion del lector. Como con ganas de seguir leyendo. Te felicito!!

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