Dos relatos de Historias de un debutante

En este post encontrarás dos de los cuentos que se incluyen en este libro de Horacio D. García, que podés adquirir en nuestra tienda.

«Antonio González»

Como siempre desde hace tantos años, el despertador sonaba a las siete de la mañana. A pesar de su sonido ronco, cansado, aburrido, lograba despertarlo. Después de tantos años de relación, ya ni siquiera quería arrojarlo lejos, ni insultarlo, era un verdadero amigo y cumplía satisfactoriamente su trabajo.

Como siempre desde hace tantos años, el primer movimiento del día era dirigirse al dormitorio de su madre, luego de cerciorarse de que respiraba, seguía camino al baño. Como siempre, antes de entrar a la ducha se lavaba los dientes, gesticulaba frente al espejo y hacía las mismas muecas que nunca le habían hecho gracia. Luego, como siempre, se afeitaba. Conservaba la maquinita Gillette original, regulable, filosa, amenazante. Como en una ceremonia religiosa, primero entalcaba su cara para absorber la traspiración, luego pacientemente y en círculos distribuía la crema de afeitar Palmolive con gusto a menta. Primero el lado izquierdo, luego el lado derecho, por último la barbilla deslizando hasta donde encontrara barba. A pelo y a contrapelo, lograba una suavidad propia de la piel de un bebé.

El baño era meticuloso, obsesivo, casi desinfectante: empezaba por la cabeza, primero un shampoo normal, luego un anticaspa y por último, el que combate los piojos; el enjuague final era con agua tibia. Después pasaba al cuerpo, empezando por el cuello con jabón de lavar blanco, a continuación el brazo izquierdo, de arriba hacia abajo pero sin incluir la mano. Brazo derecho, sin incluir la mano, torso, partes íntimas, pierna izquierda, sin incluir el pie, pierna derecha sin incluir el pie y terminado el frente. Para su “atrás” recurría a una esponja con mango prefabricado que le facilitaba la acción. Como siempre, el segundo paso era con el jabón de tocador, orejas manos y pies eran las víctimas de tamaña obsesión.

Como siempre, su madre le decía: “Antonio, ya estás listo para entrar al quirófano, no debe haber quedado ni un bichito”. Terminaba de secarse camino a su pieza y frente al espejo del ropero se ponía la camisa mejor planchada, la corbata que hiciera juego y el traje azul como casi siempre. Antes de salir, repasaba su figura, su peinado, su aspecto, como casi siempre, no le gustaba el Antonio que veía.

Resignado, salía a enfrentar el día laboral, antes de llegar a la parada del colectivo, como siempre, pasaba por la agencia de lotería a jugar el número de siempre.

El colectivo lo depositaba en la cabecera del subte que, paradójicamente no era la de siempre, la extensión de la línea “A” había alterado un poco su rutina. Como siempre, bajaba en Plaza de Mayo, caminaba unos metros y ya estaba en su segunda casa: el Banco Nación, donde trabajaba desde hacía tres décadas. Se dirigía al vestuario y sacaba de su armario el horrible traje gris de siempre, arratonado, arrugado, inexpresivo, que vestía su cuerpo con una perseverancia insultante, humillante. Luego se acomodaba el cartelito que lo identificaba: “ANTONIO GONZALEZ, ASCENSORISTA”. Listo para asumir su responsabilidad, se dirigía al hall central para comandar el Ascensor número uno, el más grande, el más importante. Siete horas cada día, subiendo y bajando, transportando gente que, amable pero indiferente, lo saludaba con un respeto prefabricado, automático. O con una pregunta que obviaba la respuesta, ¡¿todo bien?, nunca llegaba a contestar, últimamente ni siquiera lo intentaba. Oídos atentos, pero boca cerrada era su máxima laboral, nada de lo que escuchaba salía de ese habitáculo, ni siquiera para contarle a su madre, que trataba de seducirlo con algún mate, para que alguna anécdota la alegrara un poco la tarde.

Sólo unos minutos por la mañana y unos minutos por la tarde parecían despertarlo del letargo, del tedio, del cansancio. Cuando veía a Martha, su rostro cambiaba, su cuerpo recuperaba juventud, sus ojos brillaban. El encuentro de la mañana generaba la ilusión necesaria para aguantar seis horas y cincuenta minutos para volver a cruzar sus miradas. Era sólo eso, unos instantes, luego los dos bajaban la vista. El saludo no era personal, se perdía entre los otros ocupantes, entre las otras rutinas…. sólo una mirada.

Como siempre, volvía a su casa pensando en todo lo que hubiera querido decirle a Martha; como siempre, se consolaba: tal vez mañana…..

Su día de semana terminaba en casa completando un diario personal, que lo acompañaba desde mucho tiempo atrás.

Esta era la rutina de cinco días de Antonio. Como siempre, los sábados visitaba a su hermano, el preferido de sus padres. Vivía con su mujer y dos hijos. Deshonesto, alcohólico y golpeador, fue el orgullo de su padre, que murió recalcando su éxito económico y por supuesto, refregándole a Antonio su miserable vida de ascensorista. Sus hijos eran una pesadilla y su mujer, un alma en pena que, en cada abrazo de despedida, suplicaba por su muerte.

Como siempre, volvía de la visita apenado, enojado, confundido y hablando con su padre:” ahí lo tenés a tu hijo, el exitoso, un terrible hijo de puta, pero eso sí, con plata”.

Como siempre, el sábado a la noche salía a comprar una pizza grande: mitad “muzza”, mitad de anchoas (a la madre no le preocupaba su presión). Si la tele se liberaba temprano, veía alguna serie o una película; si no era posible, la radio era fiel compañera: rock nacional o fútbol lo acompañaban hasta la hora en que se encerraba en su habitación. Allí le dedicaba unas cuantas horas a su diario, releía, corregía, agregaba comentarios. En realidad, era un manual de instrucciones, más precisamente, instrucciones para ser feliz, para cuando él se decidiera a serlo, o- más modestamente dicho- a intentarlo.

La protagonista casi exclusiva era Martha. Como siempre desde que la conoció, hace cinco años, imaginaba el momento en que le hablaría, lo ensayaba, lo actuaba, lo corregía y lo volvía a intentar.

Como cada día de cada semana, de cada mes de todos estos años, no se animaba, pero tenía esperanza; a su modo de ver, había avanzado mucho. En los últimos días, las miradas cruzadas se sostenían unos segundos más, eran miradas tímidas, fugaces , sin embargo, como algunas veces, sólo como algunas veces, se sentía optimista. Tal vez lo animaban las conversaciones que recordaba palabra por palabra: Martha le contaba a sus compañeras que se había aburrido mucho en el “finde”, que se le pasó viendo televisión, y hasta le parecía que se lo decía a él. Antonio trataba de recrear el momento lo más objetivamente posible, no quería generarse falsas expectativas. Por lo menos lograba irse a dormir con una sonrisa, pensando en su amada.

El domingo como siempre, Antonio llevaba a su madre al cementerio. La recorrida tardaba un par de horas, pero no quedaba familiar sin visitar, por más remoto que fuera. Como siempre, llegaban a tiempo para comer los ravioles amasados la noche anterior, el tuco explosivo pero sabroso, era la especialidad de su madre. Dependiendo del tiempo, el domingo podía continuar con una siesta o con la ida a alguna cancha cercana a disfrutar del fútbol en forma neutral.

Casi nunca sentía la nostalgia del domingo por la tarde. Como siempre, esperaba el lunes ansioso, esperanzado; con sólo pensar en Martha, el tedio se convertía en ilusión. Estaba convencido de que mañana sería el día.

Aquel día, como muy pocas veces, salió de la agencia con una ancha sonrisa. Como casi nunca se volvió a su casa, retiró de la cómoda de su pieza el billete de lotería que había comprado la semana pasada y el ticket correspondiente.

Como muy pocas veces, el trayecto hacia el trabajo fue muy ameno, su rostro parecía más distendido, parecía hablarse, darse ánimo, estimularse. La sensación fue en aumento cuando subió al subte, era otro Antonio. Cuando ingresó al vestuario, como nunca, se sentía feliz, si hasta el traje gris de mierda parecía un “DIOR”. Como nunca, encaró para el ascensor con una confianza tan grande, que sólo podría compararse con la de un goleador que sabe que va a definir la final del mundo.

Como casi nunca, saludó a cada uno de sus pasajeros, con simpatía y una sonrisa que le mejoraba mucho el rostro. Como nunca antes, sentía que ese era el día. La llegada de Martha era inminente, se arregló la corbata por enésima vez y abrió la puerta del ascensor, sabiendo religiosamente que ella subiría en ese viaje. Estaba hermosa como siempre, la buscó afanosamente con la vista y cuando sus ojos se encontraron, sonrió, y ella sonrió, y fue mágico, porque él siguió riendo y ella siguió riendo, sabiendo los dos que el gran día había llegado. Como siempre, el ascensor estaba atestado de gente, intentó de todas maneras no perder la conexión visual. Con la mirada, con gestos, trató de decirle: “después te busco y hablamos”. “Hoy estoy decidido a hablarte, a contarte, a proponerte”, pensaba. Nervioso, excitado, apenas pudo calmarse cuando vio a Martha en el salón de su piso, que lo saludaba agitando su mano. Era el día esperado, como siempre lo había soñado.

Como nunca, en su hora de almuerzo salió del banco, tomó el subte “A”, como volviendo a casa y bajó en la estación Sáenz Peña. Se dirigió a la calle Santiago del Estero y en el 126 ingresó como nunca antes lo había hecho, en la Lotería Nacional. Salió en quince minutos con un cheque sustancioso, era el pago de su billete premiado; después de seguirlo desde siempre, por fin la suerte se había acordado de él. Pero era más que eso, como nunca, se sentía afortunado, algunas veces la suerte da ese empujoncito que algunas personas necesitan para dar un giro, para intentar otro camino, para seguir su deseo. En este caso, el camino se llamaba Martha. Ansioso, acalorado, nervioso, sólo pensaba en volver al banco, en buscarla, en encontrarla, en invitarla, en confesarse. Tan absorto estaba, que cruzó la calle como sin recordar siquiera que existen los semáforos. La ambulancia que lo atropelló fue la misma que intentó salvarlo… no fue posible. Desparramados por el suelo, el diario de instrucciones y el cheque eran testigos de un gran sin sentido.

Mientras, el cartel luminoso de la joyería, seguramente en corto circuito, se prendía y apagaba dejando leer a intervalos “TU TIEMPO ES HOY. VIVILO”.

«Justo»

Venía perdiendo la esperanza día a día, ya no creía en la zamba, ni en la canción del color, ni en el dicho que dice que es lo último que se pierde. La había ido vendiendo en cómodas cuotas imposibles de cobrar. Se sentía a la deriva, sin rumbo, sólo cuando encendía el GPS, se tenía confianza para llegar a algún lado.

Justo Villalba manejaba un taxi que alquilaba por noche, pagaba un precio vil, y vil y vergonzoso era el beneficio que obtenía. Hubiera necesitado una noche de veinticuatro horas para justificar semejante sacrificio. Divorciado una vez, separado dos veces, a los sesenta años, el amor lo encontraba más precavido: nada de papeles ni compromiso, sólo encuentros casuales, placenteros y efímeros. Todavía enfrentaba reclamos y demandas de sus “ex”, que no podía satisfacer, y sus tres hijos eran verdaderos extraños, que ni siquiera lo extrañaban. Vivía en un mono ambiente alquilado a un amigo, a un precio de enemigo, donde apenas cabían él, su desencanto, su desilusión, su incredulidad.

Todas sus desdichas se le dibujaban en la cara: las arrugas representaban cada uno de sus pesares; las canas aparecidas recientemente, toda la impotencia contenida y encerrada entre esas cuatro paredes.

Pocos meses atrás, se reconocía responsable, trabajador, puntual, obsesivo, generoso y maestro de sus compañeros. Ejemplo a imitar, tal cual como  lo presentaban sus patrones en cada reunión de trabajo. Trabajó treinta años en una importante financiera céntrica, entregando lo mejor de su capacidad, de su esfuerzo, de su compromiso, de su creatividad. Se sentía orgulloso de no haber pedido jamás un aumento de sueldo, le alcanzaba el reconocimiento de las autoridades, las palabras de afecto, de agradecimiento. Lo que se dice el “empleado perfecto”. Sin horarios que lo limitaran, y colaborador incansable, analizó, concilió y confeccionó balances que, muchas veces contradecían las sanas costumbres de las matemáticas y la contabilidad. Dos más dos, no siempre era cuatro. Convirtió lo legal e ilegal, en conveniente o inconveniente. En los últimos años, se le fue exigiendo más refinada y original creatividad.

Agradecido, confiado y groseramente incauto Justo no tenía demasiadas intenciones: un pasar sin sobresaltos, y llegar a jubilarse en la empresa a la que le dio sus mejores años.

La situación en la financiera estaba muy complicada, el mismo falsificaba información contable para evadir el pago de impuestos, y mejorar informes. Aportaba ideas novedosas que sus superiores aprobaban enfáticamente. Se sentía importante, se sentía parte, compartía secretos, estaba en el mismo barco invitado por los que mandaban.

Pero papá Noel no existe, y los reyes magos son los padres, se enteró por Alejandra – su amante y secretaria de presidencia-que la empresa había accedido al “Proceso Preventivo de Crisis”: se negociarían salarios, horarios, despidos, horas extras, con la idea de evitar una crisis mayor.

Sin embargo, los directivos decidieron bajar costos y achicar la plantilla despidiendo a algunos de sus empleados, entre ellos, Justo. Claro era el sueldo más alto, los aportes más costosos. El ahorro sería grande, sobre todo, si no le pagaban la indemnización, la situación asfixiante no lo permitía.

Es trillado, reiterativo y nada original, pero no menos cierto. Treinta años tardó en construir algo bueno, digno de orgullo, el empleado ideal, y un segundo para caer en lo más bajo, en la nada misma, para sentirse verdaderamente un PELOTUDO. Esta es la palabra que mejor definió su estado cuando leyó el telegrama de despido, el cual podría ser un resumen de: humillado, burlado, insultado, aplastado y cuantos adjetivos existan. Perdió el honor, la dignidad, la confianza, la autoestima, puesto que   para él, todo eso es el trabajo.

Lo conocí una noche, en que terminé muy tarde mi tarea como administrador nocturno de una playa de estacionamiento, (es decir “sereno”), y preferí la comodidad de un taxi para volver a casa. Justo era una piltrafa humana (y decir eso es quererlo mucho): desalineado, desprolijo, mudo, odioso… Lo primero que sentí fue compasión por él, y por los pasajeros que tenían que sufrirlo.

Evidentemente, el destino jugó sus fichas. Cuando estábamos por llegar a mi casa, empezó a hablar y no paro más. Era una especie de vómito contenido e infectado, había que dejarlo salir. Esa noche me contó todo lo que les relaté. Los siguientes encuentros fueron buscados; la excusa era el viaje, pero había necesidad de compartir, de hablar en silencio, de escuchar los pensamientos, de imaginar, de fantasear, de soñar… Eso lo mejoraba, era otro tipo, como aquel que no conocí pero al que hubiera disfrutado mucho. Reíamos, discutíamos, nos alegrábamos y nos amargábamos como cualquier par de amigos. Habíamos logrado una conexión muy especial.

Entretanto en la empresa nadie extrañaba a Justo, cruelmente nadie es imprescindible. Se enteraba de lo que sucedía gracias a Alejandra, quien lo último que le había transmitido, era que había llegado una inspección de la AFIP. Se entusiasmó.

—Bien ojalá los enganchen en algo —dijo Justo.

—No seas iluso, los que tienen guita, jamás tienen problemas. Seguramente los “arreglen» —le contestó Alejandra.

Los inspectores, extraña y fácilmente, iban encontrando irregularidades, anomalías, e incongruencias, por lo que la visita se extendía más de lo esperado. Eso significaba que podía suceder una intervención y hasta el cierre de la empresa. La expectativa de Justo se mantenía intacta. Sin embargo,  en una pausa del amor clandestino, Alejandra le confió que su jefe le había contado que estaba todo solucionado.

—Mañana termina la inspección —dijo.

Aquel día me levanté muy temprano, estaba contento porque era la última vez que usaría ese traje. Después de diez años de ni verlo, fue un verdadero sacrificio usarlo toda la semana. Siempre estuve seguro de que volvería a usarlo, como también las credenciales, las planillas de inspección, y los manuales de procedimiento de la Administración Federal de Ingresos Públicos. Y si había una oportunidad que lo justificara, esa era ésta. De paso, recordar lo viejos tiempos podía resultar divertido.

Llegué a la financiera con los tres  hijos  de Justo, como toda la semana, pero esta vez ellos se quedaron en la sala de espera. Yo me dirigí con el presidente a  la sala de directorio. Todo fue muy rápido: cerré el acta de inspección con algunas observaciones formales, que significaban rectificar algunas declaraciones juradas, y hacer algunos mínimos pagos resarcitorios. Firmamos los dos, me entregó el sobre con los dólares convenidos, que por supuesto no conté, (entre caballeros no hay desconfianza) y me fui. En la puerta, nos separamos como poniendo fin a un nuevo día de laburo. Hice tres cuadras y entré al bar convenido, donde Justo me esperaba impaciente y arrumbado en una mesa del fondo. Una sonrisa mía desató su euforia. Le entregué el sobre y dije:

—Aquí está tu indemnización: cincuenta mil dólares. Disfrútalos.

Qué difícil me resulta explicar lo que vi, juro que desaparecieron las arrugas, los ojos se agrandaron, la boca aprendió hacer muecas que se parecían a una sonrisa, abrazó, besó y sobre todo, renació. Ese se parecía al Justo que no conocí hasta ese día.

La venganza es el manjar más sabroso condimentado en el infierno.

La venganza es el placer de los dioses.

La venganza es un plato que se sirve mejor frío.

Cualquiera de estos dichos podría ser el remate de este relato, prefiero decir: Por fin un tiro para el lado de la justicia, justicia clandestina pero justicia al fin.

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