Literatura infantil y juvenil

Señor Arbusto

Érase una vez un precioso arbusto que vivía muy tranquilo en el prado. Todos lo llamaban Señor Arbusto. Poblado de radiantes hojas verdes, cada temporada, hacía brotar de sus ramas bellas flores amarillas.

Todos los años, los brujos de la aldea lo revisaban y sentenciaban que gozaba de una excelente salud. Así, el tiempo pasó y el Señor Arbusto creció y creció cada vez más fuerte.

Un día, un brujo con una interminable sotana negra y una larga y curva nariz, declaró que el robusto Señor Arbusto estaba muy enfermo. Le recetó toda clase de medicamentos y tratamientos varios. Día a día, mes a mes, el Señor Arbusto fue perdiendo, una a una, sus áureas flores y, una a una, sus hojas verde esperanza. Sin embargo, el Señor Arbusto no se rindió. Siguió luchando y, cada tanto, de sus ramitas brotaban algunas tímidas hojas verdes.

Una tarde de sol, una niña pasó por su lado. Como se entristeció por verlo enfermo, decidió ir todos los días a visitarlo para charlar con él, regar sus raíces y limpiar sus hojas.

Pronto se dio cuenta de que el Señor Arbusto necesitaba algo más, así que decidió visitar a la anciana que con su sabiduría ayudaba a los habitantes de la aldea. La viejecita la escuchó con paciencia y luego le dijo:

—Tienes que frotar sus hojas con la Piedra de la Querencia. La encontrarás en lo alto de la Colina de los Sueños.

La niña no lo dudó ni un segundo. Juntó todo lo que necesitaba en una mochila y se encaminó en busca de la preciada piedra. La anciana le había anticipado que se toparía con muchos peligros. Ella nunca debía dejarse ganar por el miedo ni perder de vista su objetivo: salvar al Señor Arbusto. Si lograba eso, nada ni nadie lograría impedir el éxito de su misión. Para ayudarla, le entregó algunos objetos que le serían de utilidad.

—Toma este quinqué para que enciendas si te encuentras con el señor Lóbrego, quien intentará envolverte en su manto oscuro. Con confianza y fe en el poder de la luz, en ese momento debes encenderlo y continuar tu camino sin siquiera regalarle una mirada al malvado.

La niña asintió y salió con el quinqué aferrado entre sus brazos.

Cuando ya se encontraba en medio del bosque, comenzó a ver extrañas imágenes a su alrededor: ardillas con cola de zorrino, árboles correteando por doquier, pájaros que maullaban… Primero parpadeó azorada —¿qué estaba sucediendo?—, pero enseguida recordó las palabras de la anciana y supo que solo eran las ensoñaciones que provocaba la Colina de los Sueños a sus visitantes. Siguió andando con paso seguro y el Señor Arbusto siempre presente en su mente.

Casi una hora más tarde, le pareció sentir un leve crujido a su izquierda. Con el corazón haciendo BUM BUM BUM en su pecho, miró de reojo hacia allí. No vio más que una masa oscura que flotaba. ¿El señor Lóbrego? Estuvo a punto de salir corriendo hasta que el recuerdo de las bonitas flores amarillas de su amigo la detuvo. Se acordó del quinqué y lo encendió con la certeza de que nada malo sucedería ya. Al poco tiempo, divisó el castillo en donde reposaba la Piedra de la Querencia…

Una vez de regreso en la aldea, corrió hacia el prado para finalizar con las indicaciones de la sabia anciana. Tomó la piedra, tan brillante como el sol, y acarició las hojitas del Señor Arbusto. Cada vez que la niña rozaba una de ellas, pequeños destellos dorados comenzaban a recorrer sus tallos. Continuó haciéndolo cada mañana, sin interrupción, hasta que un día el precioso arbusto ofreció otra vez una flor tan amarilla que encandilaba. Rebosante de alegría, la niña corrió a contarles a todos que al fin su amigo comenzaba a regalar flores otra vez.

Emocionados, grandes y chicos se sumaron al cuidado del Señor Arbusto. Y así fue que, a pesar de que los brujos decían que no se salvaría, gracias al amor, este volvió a llenarse de centelleantes brotes y de hojas verde esperanza.

Hoy, los niños de la aldea siguen jugando entre flores amarillas tarde a tarde.

Escondites

Parsimoniosos, sus pies apenas parecían tocar la madera del suelo. Primero uno, perseguido de cerca por el otro, mientras sus sienes empujaban hacia dentro su cráneo con insistencia. A lo lejos, un parlante exhalaba el sonido de un nostálgico bandoneón. Relámpagos de su infancia atravesaron su mente. Ahora no…

Decidido, siguió moviéndose con cautela por el pasillo en tinieblas. No debía ser descubierto. Las sombras de los rincones parecían advertirle algo a cada rato, pero no, allí solo estaba él y la oscuridad… y el suave resuello del instrumento albergado por la radio. Siempre había considerado inútil esa costumbre de dejar ese aparato encendido durante la noche.

Cuando alcanzó su destino, miró hacia todos lados intentando atravesar la opacidad circundante. ¿Dónde estaría? Ella siempre encontraba nuevos recovecos para esconder esos exiguos tesoros. Optó por comenzar la inspección del mueble recostado contra la pared. Palpó su superficie con avidez mientras la brisa proveniente de la ventana jugueteaba con sus ropas. El bandoneón franqueaba el parlante con añoranza de los arrabales alguna vez conquistados. ¡Tenía que hallarlos, los necesitaba!

Casi vencido por el ingenio de esa maquiavélica mujer, percibió de pronto el característico sonido del envoltorio. Los había encontrado. Emocionado, dio unos pasos hacia su tesoro tan anhelado, pero el peludo secuaz de la celadora, importunado en su propia cacería nocturna, rasgó el aire para terminar aferrado a su cabeza. Con el cuerpo del animal pegado a sus ojos y sus uñas excavando en su espalda, trastabilló en dirección a la ventana, que le permitió pasar con facilidad hacia el otro lado.

El tango resonando en la radio, su cuerpo horadando las alturas, el gato (quien había saltado a tiempo) observándolo desde el marco del traidor orificio en la pared y él, con una amplia sonrisa: los caramelos se encontraban resguardados en su mano.

 

Domo de cristal

Fue muy rápida. Tomó el pequeño domo de cristal y las encerró dentro con un solo movimiento. Sonrió, ya nunca se desvanecerían…

Olivia caminaba de la mano de su madre por esos encantadores puestos que adornaban los árboles con sus telas de colores hasta que la vio. Sin pensarlo, se soltó y corrió hasta donde descansaba una preciosa cajita. Tenía una pequeña cúpula transparente que albergaba a una muchacha con un vestido del color del cielo y alas plateadas. Toda ella poseía un singular brillo.

—Podés guardar lo que quieras dentro —exclamó una voz sobre su cabeza. Olivia alzó la mirada y vio a una mujer que le sonreía con ternura.

—¿Lo que sea?

—Lo que sea —La mujer se agachó para estar a la altura de la niña y continuó— ¿Ves la pequeña hada que vive en su interior? Ella tiene poderes mágicos, pero solo los utiliza con algunas personas, con las más especiales…

—¿Y cómo sabe quién es especial?

—Lo ve en los ojos. Los ojos dicen mucho sobre las personas. ¿Y sabés una cosa? Ella ya te eligió, me lo susurró hace un momento —Olivia sonrió, rebosante de felicidad—. Por eso decidí regalártela.

—¿Regalármela? ¿A mí?

—Sí, a vos. Ella es quien escoge y te escogió para que la cuides. Porque la vas a cuidar, ¿no?

—¡Sí, sí! ¡Muchísimo! ¡Lo prometo!

Y desde esa tarde Olivia conversaba con la pequeña hada todos los días y acariciaba el domo con un suave paño para quitarle el polvo y mantenerlo reluciente.

Como le había explicado la mujer de la feria, tenía que elegir lo que quisiera atesorar para siempre, meterlo dentro de la cajita y el hada lo protegería. Así lo tendría consigo eternamente. No necesitó pensarlo demasiado, lo que no deseaba perder —jamás de los jamases— eran las cantarinas carcajadas de su padre, tan únicas y repletas de alegría, y las aterciopeladas palabras que le decían cuánto la quería. Por eso, paseó con el domo aferrado entre sus manitos por toda la casa, acechándolo durante interminables días para que no se le escaparan. El problema era que ya no se reía tanto como antes…

Al fin un día lo logró. Poco después él voló lejos, pero Olivia sabía que su hada mágica no la defraudaría: las mantendría bien resguardadas y cada vez que deseara escucharlas se las reproduciría como una cajita musical, solo para ella.

 

Impecable

Cuando el agotamiento parece corroer tus músculos… cuando las energías parecen evaporarse como cenizas al viento… cuando todo pesa 1000 toneladas… en esos días el mundo parece de plastilina, incluso el aire,  que apenas se las ingenia para ingresar en tus pulmones.

Hoy es un día de esos. Estoy sentada sobre el taburete nuevo de colores pasteles —que tanto me había gustado en el negocio, pero que tan incómodo es— y aún no me decido a moverme. Miro para un lado y para otro. Casi no reconozco el lugar. ¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? Intento rememorar los últimos momentos pero nada aparece en mi mente. Negrura total. En el centro de mi pecho crece, poco a poco, un agujero, como si un minúsculo roedor estuviera escarbando. Algo se revuelve allí.

Paredes azulejadas. Deprimentes. Son las paredes del viejo colegio en el que trabajé por tantos años. Mañana y tarde fregando baños y pisos. ¿Y todo para qué? Para que esos mocosos me acusaran de ladrona. ¿Ladrona yo? Seré pobre, pero no una delincuente; estoy mejor educada que ellos: mocosos malcriados, acostumbrados a que todos estén a sus pies cumpliendo sus deseos y requerimientos. Pero conmigo no se juega. Puedo soportar muchas cosas, soy una mujer fuerte, aunque todo tiene un límite. Sus manos agrestes tocan mis mejillas y comienzan a bajar por mi cuello. Sacudo esas imágenes de mi mente. Estaba con lo de los mocosos insolentes. Los peores que me crucé en mi vida fueron los hijos de ese ricachón, dueño de esa finca. ¿cómo se llamaba? Petro… Petro-algo… ¡qué niños más desagradables! No los podía ni ver. Por eso duré tan poco en esa familia. ¡Horribles! Pero siempre con un comportamiento impecable: nunca una queja, nunca una falta, nunca una llegada tarde. Sí, tengo que sentirme orgullosa. Por suerte el agujero en el pecho se cerró, ya me siento mejor. Me levanto del taburete, me miro en el espejo y acomodo mi cabello. Con el esfuerzo, grandes mechones se escaparon de la prisión del rodete. Miro mis ropas, las aliso y oculto entre los pliegues las manchas rojas. Sí, presencia y comportamiento impecables siempre. Agarro mi cartera que había quedado tirada en el piso y paso por arriba del cuerpo inerte sin tocarlo. No quiero mancharme con la sangre que aún emana de él.

Abismo

Su voz retumbaba contra las paredes a su alrededor mientras atravesaba el aire con rapidez y el infinito vacío en su interior anegaba todos sus sentidos…

Poco antes, huía con precipitación entre matorrales, piedras y árboles, cuyas ramas fustigaban su rostro. Su pecho subía y bajaba, acuciante, y su cabeza giraba sin parar. Sabía que estaba allí, podía sentirlo. De repente, tropezó con una roca y se derrumbó con pesadez sobre las malezas. Un dolor, protervo e impiadoso, bailó por todo su cuerpo. Quiso levantarse pero sus piernas estaban como atornilladas al piso; sus ojos, presurosos, iban y venían de un lado a otro…

Corría otra vez, su respiración palpitaba en sus oídos y su mirada escaneaba con avidez su entorno. El paisaje ahora era menos tupido; se hacía más abierto y árido a medida que avanzaba. De golpe, el camino terminó. ¿Cómo no advertirlo? Logró detenerse justo al borde del abismo, sin embargo, el envión pudo más y perdió el equilibrio. El eco de su voz azotando las paredes… el hueco en el estómago… las álgidas aguas más y más próximas…

“Celina. ¡Celina!”… Abrió los ojos.

 

Mi escuela

Me encanta pasear por los pasillos de esta antigua escuela. Siempre pienso en las personas que, con sus trajes y vestidos largos, caminaron por aquí hace más de un siglo. Hoy los estudiantes correteamos en el patio y estudiamos en las aulas. Yo siempre me quedo en el fondo, no me gusta llamar la atención. A veces hago alguna que otra broma, pero nunca me hacen caso. No creen en mí a pesar de lo que dicen en secreto. Eso me duele.

 

Esa mañana Diego estaba más disperso de lo normal. No era un chico al que le gustara demasiado estudiar, asistir a la escuela o prestar atención en clase. Pero desde que la vio, irremediablemente, ya no pudo interiorizarse en lo que la profesora de Química decía.

Asistía a una escuela pública emplazada en una casona del siglo XIX, reformada y acondicionada para recibir estudiantes. Esta poseía un amplio patio con techo de vidrio, custodiado por aulas tanto en planta baja como en el primer piso, donde también lo cercaba un enrejado de hierro.

Cuando ingresó por primera vez, varios de sus compañeros le hablaron de ella, pero él no les prestó atención. ¡Qué se creían! Él no iba a permitir que se rieran a su costa. Era mucho más inteligente que todos ellos juntos. Pronto dejó de ser “el nuevo” y ya no conversaron tanto sobre el tema, por lo que se olvidó de ella por un largo tiempo… hasta que la vio esa fría mañana de otoño.

Al igual que todos los días, Diego atravesó las largas y angostas puertas de la entrada del colegio con los cabellos despeinados, el andar pesado y los ojos legañosos y achinados por el sueño. Saludó al simpático auxiliar que lo recibió con una sonrisa de compasión y se encaminó con lentitud hasta su aula. Estaba en la mitad del patio, cuando un objeto cayó desde arriba a unos pocos centímetros de donde estaba. Despabilado de repente y con el rostro hirviendo, miró hacia el primer piso, pero solo logró ver un fugaz cuerpo enfundado en un delantal blanco.

—Qué extraño, ya nadie viene con delan-… —No pudo terminar, las palabras se atoraron y golpearon entre sí dentro de su garganta. Las piernas flojas, el corazón, inclemente, fustigando su pecho y la boca de súbito reseca… Permaneció así unos instantes, aislado de todo lo que estaba a su alrededor.

—¡Qué cara, amigo! —Uno de sus compañeros de clase, sonriéndole burlonamente, lo arrancó de su letargo.

—¡Qué manga de imbéciles! ¡Ya van a ver!

Diego subió a toda velocidad la escalera de mármol y corrió por el angosto pasillo hasta donde había visto escabullirse al delantal blanco. Miró para todos lados. Nada. ¿Dónde se habrían escondido? Siguió atosigando cada recoveco; no tenía intenciones de dejar que se mofaran de él. Nada. Repentinas voces en la entrada de la escuela lo obligaron a desertar su cruzada: sus amigos estaban en ese preciso momento ingresando por la puerta principal. No podría haber sido ninguno de ellos…

Cuando terminó la clase de Química, se dirigió directo al piso superior. Algo le decía que allí la encontraría. Con las sienes latiendo con fuerza, empujó la última puerta que lo separaba de su destino. La estancia estaba iluminada por oblicuos rayos de sol que le presentaron a una niña de unos 14 años, vestida con un delantal blanco y una pollera que sobresalía unos centímetros por debajo. Diego miró a aquella etérea figura con estupor, arrepentido de haber llegado hasta allí solo.

 

Antes de que saliera corriendo como endemoniado y mientras me miraba paralizado con sus enormes ojos negros, intenté explicarle quién era a aquel muchacho tan guapo. Una mañana de 1920 yo regresaba tranquila a mi aula cuando noté que me perseguía un papel, pegado a la suela de mis botitas. Ingenua, me apoyé sobre la reja de hierro para quitarlo. Enseguida esta protestó y se inclinó un poco hacia abajo; yo, temblando y mirando la distancia que me separaba del suelo, me aferré aún más a ella. No lo resistió… Por eso hoy disfruto de pasear por esta escuela que desde hace muchos años se transformó en mi hogar. Y no pienso abandonarlo… Nunca.

 

Fachada

Esa vieja gruñona por fin tuvo su merecido. Gracias a mi pequeño tamaño —paradójicamente, principal motivo de sus burlas—, pude pasar desapercibido y nadie nunca sospechará de mí. Fui muy inteligente al no mostrar mi odio.

Revolvía un viejo cajón lleno de cualquier cosa menos de lo que buscaba. Siempre le pasaba lo mismo. A pesar de entender su desorden y nunca perder nada, los objetos se escabullían cada vez que ella los necesitaba.

De pronto le pareció oír algo. Miró a través de los estantes atiborrados de cosas hacia la puerta, pero nadie estaba allí. Se encogió de hombros y continuó con su búsqueda. Sabía que estaba en alguno de esos compartimentos; tan solo unos días atrás había pasado por sus manos mientras rastreaba otra cosa.

Otra vez. Ahora sí estaba segura de que había oído un sonido cerca de ella. Una electricidad glacial recorrió su espina dorsal. Entonces lo vio; había estado todo ese tiempo a unos pocos centímetros de sus manos, camuflado entre todos los otros elementos que guardaba allí. Lo tomó con iracundo ímpetu y, sin reparar en el suave arrastre de unos zapatos a unos pocos metros, se encaminó con presteza hacia el mostrador.

Cuando lo llamaron para que se apersonara en una ferretería de la zona del Abasto, Roberto recién salía de la ducha. Refunfuñó por lo bajo antes de atender el teléfono; lo ponía de mal humor que lo molestaran antes de tomar el primer café del día. Tras enterarse del motivo de la llamada, sin embargo, la adrenalina hinchió su cuerpo. Se vistió con precipitación, mientras tragaba casi sin masticar un pedazo de pan con mermelada y lo bajaba con un poco del negro brebaje de cada mañana. Salió.

Roberto era un joven policía que anhelaba ser detective. Siempre le habían fascinado las historias de crímenes y misterios por resolver. Ese día, al fin, podía cumplir su sueño: le habían encargado un caso de asesinato. No le importaba que la única razón de ello fuera que no quedaba nadie más. Plenas vacaciones de verano, en Buenos Aires solo estaban él y un par de perros callejeros.

En la escena del crimen lo recibió un río carmesí proveniente del mostrador. Este había caído por la pendiente hasta el suelo y luego había desembocado del otro lado de la puerta de entrada, que se encontraba cerrada a la llegada de la Policía.
El cuerpo de la sexagenaria mujer reposaba sobre el mostrador con una pequeña tijera plateada que, encadenada aún a la madera, había sido clavada en su cuello. Los blancos cabellos —ahora mechados de rojo— se encontraban privados de su libertad por un gancho y sus inexpresivos ojos celestes custodiaban unas caídas mejillas, que la asemejaban a un bulldog. En una de sus manos aún tenía aferrada lo que parecía una perilla para horno negra y, sobre el puente de la nariz, hacían equilibrio los anteojos, doblados por la caída de la cabeza sobre el mostrador.
Tras observar con minuciosidad la escena e interrogar a los vecinos, Roberto se fue a la comisaría a poner toda la evidencia sobre la mesa e intentar sacar algo de ello. Lo más difícil fue escribir el listado de sospechosos: media docena de vecinos, toda su familia —excepto su hijo (por quien la muerta tenía adoración absoluta)—, dos exesposos y al parecer varios clientes con quien había reñido en diversas ocasiones. Se mantuvo ocupada la señora…, rio entre dientes el policía. Ante tal abrumador panorama, decidió empezar buscando alguna pista en las fotos. Las miró desde todos los ángulos pero ninguna se dignó a decirle algo valioso. La ferretería estaba cerrada con llave por dentro, por lo que nadie podría haberse escabullido y clavarle la tijera, de todas formas, Roberto entrevistó a todos los integrantes de su lista. Visitó otra vez la escena y observó con detenimiento la zona, mas no logró descifrar quién había cometido el crimen. Todas sus hipótesis terminaban siendo refutadas.

Frustrado y viendo los cristales de su sueño desperdigados por el piso, por la tarde uno de sus compañeros dejó caer un comentario sobre lo desordenado y lleno de polvo que estaba el local de la ferretera. Lleno de polvo… Algo en el cerebro de Roberto titiló, pero aún no fue capaz de atrapar la idea. Movió las fotografías entre sus manos una vez más hasta que apareció la que mostraba la pequeña ventana del fondo. ¿Cómo no se había percatado de eso antes? En el borde inferior había un claro en medio del desierto de polvareda. Alguien lo había limpiado con sus ropas al pasar por allí. El asesino. Era evidente que la diminuta abertura solo permitiría ser atravesada por un niño o un ser en extremo pequeño. Los rostros de los vecinos que había entrevistado desfilaron por su mente hasta detenerse en uno. Lo recordaba porque le había llamado la atención su baja estatura, que, sin ser enanismo, estaba seguro de que no llegaba al metro cuarenta. Como no tenía pruebas en su contra ni constancia de que se hubiera peleado alguna vez con la víctima, no lo había considerado un sospechoso. Ahora debía hallar la estrategia justa para hacerlo confesar; estaba seguro de que la imagen de la pequeña ventana no sería una evidencia contundente para lograr encarcelarlo.

—Pero vos estás en pedo, Beto —Se mofó uno de sus compañeros revolviendo entre los dientes un pedazo de medialuna que amenazaba con aterrizar sobre su camisa mal planchada.

—¡Fue él! ¡Es el único que pudo hacerlo!

—Ese enano apenas puede subirse a un bondi, mirá que va a matar a una vieja que lo triplica en peso —Estalló en carcajadas. La medialuna, cada vez más decidida a suicidarse. Roberto lo miró con furia. Sin decir nada más, se fue a su escritorio, decidido a hacerlo atragantarse con la próxima medialuna.

Su nuevo sospechoso no se hizo esperar y apareció para declarar. Este aseguró tener una coartada: a la hora del crimen se dirigía al centro con el fin de realizar un trámite para su trabajo. Esto, no obstante, no podía corroborarse puesto que no se encontraron testigos; además, podría haber asesinado a la mujer y luego encaminarse a cumplir con sus obligaciones laborales, o viceversa.

Continuó con el interrogatorio sin mucho éxito hasta que decidió tomarse un descanso, bajo la excusa de hacer un llamado. Salió de la pequeña sala y ofuscado entró en la cocina para servirse un café. Miraba el negro líquido que iba llenando la taza, cuando de golpe una idea saltó sobre él… Las pulsaciones se le dispararon mientras corría hacia el teléfono para llamar al forense.
—¿En qué ángulo estaba la tijera clavada en el cuello? —escupió después de oír la voz del médico del otro lado.

De ahí en más todo fue más fácil. Con las pruebas que avalaban su hipótesis, su acusado ya no tardó en escupir el rencor que anegaba su alma hacía demasiado tiempo.
Roberto sonrió. La medialuna sería su aliada esta vez.

 

Intrépido anhelo

Las hojas del libro se sublevaron al compás del viento que de pronto enfundó la esquina en donde estaba sentada. Levantó la vista pero solo para que las personas que pasaban casi corriendo frente a ella fueran recubiertas por un mechón de su pelo color azabache.
El agua que caía del cielo azotaba la ciudad sin interrupciones desde el amanecer. Era una tarde gris. Gris como su alma desgarrada y lacrimosa. Una vez más el dolor la envolvía y oprimía su pecho como si tuviera un gran bloque de cemento encima… y luego otro, y luego otro…
Sus ojos cayeron otra vez sobre el grueso tomo que descansaba sobre la mesita de hierro. La lectura siempre había sido su mejor y más placentera evasión. Sin embargo, ese día le costaba más huir. Ese comentario la había traspasado y arrancado las lágrimas. Temía perderlo… Ya no quería despedirse de otra persona que amaba. Solo lograba detener el crecimiento de ese agujero negro en su interior cuando se sumergía entre palabras y navegaba página a página, fuera de la realidad lacerante. Durante esos intervalos literarios, se alejaba de la soledad, la angustia, el sufrimiento, y se liberaba de ese protervo peso.
Aferró entre sus manos, torcidos sus dedos como garras, el volumen que ya había devorado hasta la mitad. Deseó con fervor vivir entre sus líneas, un eterno cobijo dentro de ese mundo de letras… libre del opresor bloque de cemento que día a día pesaba más.
Apoyó el libro sobre la pequeña mesa que posaba, ufana, sobre la vereda de ese pintoresco barrio y continuó leyendo. Cuando el frío y la lluvia no le permitieron seguir disfrutando de la historia, lo cerró y pidió la cuenta. Una vez en su casa, se hundió en el musgo de su sillón y regresó a ese universo de papel.
No supo cuándo ocurrió. Un sonido extraño, diferente, la sobresaltó. Fue como una abrupta e intensa explosión, pero que parecía proceder de un orificio pequeño. Luego le siguió un golpe seco sobre el suelo… Parpadeó y miró a su alrededor. Desorientada, durante los primeros segundos no descifró dónde se encontraba; durante los siguientes, tampoco. No era su diminuto departamento; no era su mundo. Y alguien había muerto.

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